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Raquel Rodrigo Iglesias.
Retrato. Serie Vulnerable. |
Venimos al mundo desnudos, sin libro de instrucciones, con la única directriz de crecer, “ponernos grandes”, aprender, formarnos, estudiar para ser alguien…
Buscamos un buen trabajo, una buena pareja, creamos una familia… Todo tan deprisa que casi no nos damos cuenta de que van pasando los años…
Así, acumulando experiencia, vivencias y conocimiento, pasa la vida, hasta llegar a nuestra madurez donde las cosas son de otra manera, con menos prisas, donde el estrés deja paso a la paciencia.
Sin embargo asistimos a una época que Augé llama de la inmediatez y de lo instantáneo, un momento en que la necesidad de consumir lo "nuevo", nos lleva a despreciar las tradicionales filosofías de vida, y sustituirlas por otras -al compás de las modas- que provocan el desconsuelo y la falta de recursos ideológicos y espirituales para afrontar una adversidad.
La superficialidad, presente en la cultura del ocio y el entretenimiento juvenil, que se impone poco a poco extendiendo su red a través de los canales propios de "lo global", nos puede hacer comprender el hecho de que unos valores antiguos, provenientes en su mayor parte del ámbito religioso y de la tradicional autoridad de la educación de los progenitores, sean considerados como obsoletos y de fácil sustitución por otros como el culto a lo "nuevo", la adoración al cuerpo, la tiranía de las "apariencias" y las "marcas comerciales", el desprecio y el miedo por los signos de la "vejez"... Asumiendo una concepción moderna de la muerte, maligna y de la que se pretende escapar a toda costa.
Este culto a la "imagen" del cuerpo, los ideales de belleza y juventud exaltados, junto con la persecución de riqueza y fama, nos lleva a desear un ideal de perfección y salud que chocan con la realidad de la condición humana, sujeta a la imperfección, el dolor, el sufrimiento, la decadencia, la vejez y la muerte.
La falta de un soporte moral, religioso y filosófico, junto al ideal de perfección puramente estético de hombre o mujer, produce un malestar que se traduce en insatisfacción, en falta de aceptación de la adversidad y en angustia existencial, cimiento todo ello de un número indeterminado de patologías, socialmente descontextualizadas, tratadas y descritas por la medicina "química". Aunque los beneficios de esta medicina científica para mitigar el dolor y los síntomas de estas enfermedades es patente e indiscutible, habría que plantearse si ha hecho suficiente por erradicar el sufrimiento, o si por el contrario, como afirma Illich, ha contribuido a fabricar individuos occidentales dependientes de los servicios sanitarios, hipersensibles, débiles y desprotegidos frente a la adversidad.
El padre Maurice Zundel planteaba la cuestión en estos términos: ¿Qué estamos haciendo con nuestra vida? Buscamos, nos evitamos, nos encontramos intermitentemente y nunca conseguimos cerrar el círculo, definirnos a nosotros mismos, saber quiénes somos ... No tenemos tiempo, la vida pasa tan deprisa, estamos ocupados en las preocupaciones materiales o por las diversiones … y, finalmente llega la muerte, y ante la muerte tomamos conciencia de que la vida habría podido ser algo inmenso, prodigioso, creador. Pero es demasiado tarde… la vida sólo adquiere todo su relieve en el inmenso pesar por algo no cumplido. Entonces, la muerte, precisamente porque la vida no se ha cumplido, aparece como un abismo.
Sin embargo en nuestra sociedad, está muy extendida la idea de que la “buena muerte” es la muerte súbita, y lo ideal es que la persona muera en la ignorancia, “que no se entere de nada”, petición muy frecuente que tenemos que escuchar. Situación que tranquiliza más al entorno familiar que al propio enfermo, pues por mucho que queramos ocultarle la verdad, éste se da cuenta, ya que es quien está viviendo en carne propia el deterioro de la enfermedad. Con esta actitud paternalista se convierte al enfermo en un niño que no se entera de su destino, se le deja al margen de su propio proceso, sumiéndole en la soledad, negándole la posibilidad de compartir sus temores, angustias y deseos. Esta actitud “humanitaria”, lleva a la deshumanización de la relación con el enfermo y del proceso de morir.
Ante nuestra evidente fragilidad, se agolpan emociones, sentimientos y reacciones. Paul Sporken describe cuatro fases por las que se atraviesa ante esta situación:
1 Ignorancia. Comienzan las dificultades ante la enfermedad cuando se cambia la estrategia terapéutica, se suprime el tratamiento activo, se le dice al enfermo que “no se le va a operar” y él detecta un cambio de actitud en sus familiares a quienes conoce bien. Todo esto hace que el enfermo, por lo menos, comience a sospechar y a generar tensiones.
2 Inseguridad. Este periodo se caracteriza por constantes cambios de estado de ánimo pasando por momentos de esperanza y expectativa de curar, y, a la vez, otros momentos de miedo y tristeza intensos. El enfermo empezará a buscar ayuda en personas alejadas del entorno familiar y profesional.
3 Negación implícita. Cuando el enfermo percibe más o menos su situación y el desenlace de la misma, pero al mismo tiempo la niega implícitamente. Se habla de negación explícita, cuando el paciente ha sido informado de su situación y continúa negándola.
4 Información de la verdad. Sporken matiza que no hay que comunicar siempre y absolutamente la verdad al enfermo. La pauta a seguir sería: una información dosificada de la verdad:”aquella verdad que el enfermo pueda manejar y tolerar”.
Ningún modelo es generalizable a todas las personas y enfermedades, ya que cada ser humano tiene sus propias peculiaridades, en función de su historia personal, social, psicológica, económica, religiosa, etc.
Las fases mencionadas engloban reacciones del enfermo, sus mecanismos de defensa ante un sufrimiento espiritual que le genera necesidades con respecto a su pasado (revisión y necesidad de contar cosas, sentimientos de culpa, reconciliación, terminar proyectos inacabados, hacer algo que debería haber sido hecho...), con respecto al presente (amar y ser amado, no ser abandonado, encontrar sentido al sufrimiento, crecimiento personal y espiritual a través de la enfermedad...) y con respecto al futuro (esperanza de encontrar significado a la vida, encontrar el misterio de la muerte y de otra vida, de ser recordado, de resolver conflictos con sus creencias religiosas...).
Muchas personas se encuentran ante la muerte terriblemente solas y frustradas, sobre todo al percibir que nadie tiene interés en comprender sus más sentidas necesidades.
La actitud del mundo moderno frente a la vida y en consecuencia, frente a la muerte, nos aleja de la reflexión y la meditación sobre el misterio de la existencia. No se nos enseña a morir, nos olvidamos de vivir, centrados en proyectos cuyos objetivos son tener éxito, hacer y tener cada vez más, persiguiendo una felicidad material… No hay que ser especialmente raros para concebir que no estamos en esta vida sólo para producir y consumir, de ahí la sensación tan frecuente entre los enfermos de verse reducidos a un cuerpo, un órgano, un objeto de la medicina, “no ser reconocidos como personas”, de ahí que nos encontremos con frecuencia ante personas que en el umbral de la muerte se encuentran desesperanzadas.
Nosotros, familiares y profesionales, debemos hacer una introspección reflexiva que nos predisponga a afrontar estas situaciones. La clave está en saber estar emocionalmente cerca del enfermo, ser capaces de mirarle a la cara, superando nuestra propia angustia ante la muerte, de mostrarle cariño y respeto. Este respeto implica que debemos escuchar, para saber qué es lo que desea conocer, interesarnos por lo que piensa, atender a sus necesidades y no imponer las nuestras.
Aunque surgen preguntas, la persona enfrentada a la inminencia de su propia muerte, no busca tanto respuestas como una compañía que le ayude a abrirse al misterio.
Ramón Casares Cervilla
Enfermero Gestor de Casos de Hospital